viernes, 5 de abril de 2013

El poeta modernista Thomas MacGreevy, por primera vez en español







Encontré esta reseña en el blog Innisfree de Chesús Yuste, en España, que a su vez la llevó a su blog desde   el diario asturiano La Nueva España.  Es  acerca de la reciente publicación de la Poesía completa de Thomas MacGreevy (Bartleby Editores, 2013) y no apareció firmada, pero aquí la transcribo porque me pareció muy interesante:


Thomas MacGreevy (1893-1967) pasa por ser el primer poeta irlandés modernista; es decir, el primero de entre los nacidos en la isla que hizo suyos el verso libre y las técnicas compositivas de Pound y Eliot: concentración y claridad expresivas, fragmentación y yuxtaposición, intertextualidad. El único libro que publicó en vida, Poems (1934), fue alabado por luminarias de la época como Stevens, y por otras que aún no lo eran pero llegarían a serlo, caso de Beckett, que le dedicó una elogiosa reseña.
Junto a Beckett y otros siete conspicuos vanguardistas -entre ellos el dadaísta Hans Arp y el fundador de la revista «transition», Eugène Jolas-, MacGreevy firmó en 1932 el manifiesto «La poesía es vertical». Y tres años antes, en 1929, también en compañía de Beckett y Jolas, había sido uno de los doce panegiristas delFinnegans Wake joyceano -entonces aún conocido como «Work in progress»- que aportaron ensayos a un libro de extraordinario título: Our Exagmination Round His Factification for Incamination of Work in Progress.
Con este bagaje (muchas y famosas amistades literarias, pero sólo treinta y ocho poemas publicados), la poesía de MacGreevy tenía todas las papeletas para quedar sepultada bajo el peso de los grandes nombres del modernismo. Si no ha sido así, es gracias a un mérito propio y otro ajeno. El mérito ajeno hay que otorgárselo a los jóvenes poetas irlandeses  que redescubrieron su obra en la década de 1960, cuando andaban a la busca de un padre tutelar para sus experimentos. Un rol que MacGreevy (mérito propio) podía desempeñar a la perfección por sus relaciones con la vanguardia parisina de entreguerras, sus amplios conocimientos en música y artes plásticas y sus tempranas innovaciones formales.
Con todo, como apunta el poeta y biógrafo de Beckett Anthony Cronin en su epílogo a estaPoesía completa de MacGreevy, en la Irlanda de los años sesenta del pasado siglo casi nadie sabía que el hombre que dirigía la Galería Nacional había escrito poesía. Y menos aún tenía noticia de que seguía haciéndolo, pese a que dos de sus mejores composiciones se publicaron en la legendaria revista «Poetry» seis años antes de su muerte. En una de estas dos piezas, «Moments musicaux», el poeta celebra el inesperado regreso de su musa y se pregunta cómo sus poemas «pudieron tener el ánimo de quedarse» si él ya se había ido. Y se reconforta: «Pensaste que te había abandonado. / Ahora que sabes que se quedan, / igual que te vas tú, / sabes, también, / que, al marcharte, / no te vas solo / ni sin ellos».
«Moments musicaux» y «Oráculos bretones» ponen el colofón a una obra que, leída en su conjunto, nos enseña lo bien que pueden llegar a casar el cosmopolitismo modernista y la preocupación localista. Desde sus primeros esfuerzos, MacGreevy escribe una poesía netamente irlandesa, pues casi todo en ella remite a la realidad y la coyuntura histórica de la isla entre 1916 y 1923; es decir, entre la Insurrección de Pascua y el final de la guerra civil que enfrentó a partidarios y detractores del Estado Libre de Irlanda. El autor era de estos últimos, y en largos poemas como «El crepúsculo de los dioses», uno de los más sujetos a la influencia de La tierra baldía, se pone claramente del lado de Éamon de Valera. Sin embargo, en vez de ensañarse con el bando contrario (el de Michael Collins, que fue el que ganó la contienda), decide mostrar los efectos del enfrentamiento en los edificios más emblemáticos de un Dublín que aún ve demasiado sometido a los intereses británicos. Y, para completar la operación de distanciamiento, intercala fragmentos de partituras de Wagner, referencias a personajes populares y hasta extractos del ritual del sacramento de la confesión.
Se trata de procedimientos despersonalizadores ya ensayados por la vanguardia londinense de Pound y Eliot, pero que MacGreevy reutiliza con acierto en su radiografía de la capital irlandesa; una ciudad que en sus manos termina siendo más visual que libresca, y que crece ante nuestros ojos a base de potentes imágenes hilvanadas por un verso libre de rara musicalidad. Todo ello nos lo sirve Luis Ingelmo en una traducción muy bien resuelta -la primera del poeta irlandés al castellano- y unas exhaustivas notas, sin las cuales sería muy difícil pelar las varias capas de significación de estos magníficos poemas.



Ahora que regresamos de la primera muerte
a nuestra actual segunda vida
ya no puede ser la misma noción de cristiandad.
Ahora son Orient Express aéreos,
cuernos de oro
y cornucopias de plata dorada:
Cons-
tantinopla.


Allí fue bermellón y negro,
verde y negro,
blanco almidonado cubierto de negro cadavérico.
¡Oh, Grünewald!
¡Oh, Picasso! 


Aquellos sin máscaras antigás estaban perdidos. 

En vida, mi rosa de Tralee se tornó gris,
un gris sepulcral,
desnacarado.
Mas por un instante, supongo, ahora,
puedo suponer que, por un instante,
brilló con resplandor azul,
argénteo,
dorado,
rosado
y con la luz del mundo.



Ese poema, La Gloria de Carlos V, inspirado en el cuadro homónimo de Tiziano, es el texto central de la Poesía completa de Thomas MacGreevy que acaba de publicar Bartleby con  traducción de Luis Ingelmo.







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